miércoles, 23 de diciembre de 2009

El cheque.


Después de comer en un día entre semana, una madre y su hijo conversan sobre muchas cosas. En esta, ella le dice: “Cuando le dije a tu papá que estaba embarazada de ti, me dio un cheque para que abortara. Todavía tengo el cheque guardado.”

“¡¿Cómo?! ¿Mi padre no quería que naciera? ¿Mi héroe, la persona que más admiro y que me lleva a jugar al parque los domingos?”.

Se cayó el velo. También es humano.

El hijo responde con un lacónico y sentido: “Gracias mamá. Gracias.”

Escrito por Oscar.

lunes, 21 de diciembre de 2009

La Navidad de Papá Noel.


Papá Noel terminó de abotonarse su camiseta más gruesa, se puso su pullóver y su jersey de punto, se enfundó su grueso chaquetón rojo y se enrolló la bufanda.


"Qué noche para salir", pensó, mientras el granizo golpeaba las ventanas y los copos de nieve se escurrían por debajo de la puerta. "Es una noche para sentarse junto al fuego y comer tostadas calientes con mantequilla".

Se puso sus calcetines de lana más gruesos, sacudió el lodo de sus botas y hurgó por aquí y por allá hasta encontrar unos guantes. Una vez vestido, se miró al espejo y exclamó:

-No es raro que todos crean que soy gordo, con toda la ropa que llevo encima.

Afuera, Rodolfo, el reno, esperaba impaciente la orden de ponerse en camino. Hacía tanto frío, que los patines del trineo se congelaban por momentos. Papá Noel comprobó que llevaba todos sus regalos y arrancó a galope por el aire a través de una cortina de nieve.

-Jo, jo, jo, jo- soltó una carcajada aunque no del todo exultante. -El caso es que no puedo alegrarme con la navidad este año, Rodolfo. ¿Por qué hay que celebrarla siempre a mitad del invierno, con un tiempo tan horrible?

Rodolfo removió las campanillas del trineo que tiritaban del frío y dijo: -Estoy de acuerdo, este no es tiempo para andar viajando. ¡Un reno se puede romper una pata!

Se detuvieron sobre un tejado resbaladizo por el hielo. Rodolfo miró de reojo a Papá Noel con toda su ropa.

-Oye, ¿no podrías prescindir de las chimeneas este año?- Papá Noel se encogió de hombros. -¿Y de qué otra manera voy a entrar en las casas? No querrás que llame a la puerta.

Metió primero un pié, luego el otro, se tapó la nariz y se lanzó hacia la obscuridad. Pero llevaba demasiada ropa, resultaba demasiado grueso con tanta lana para poder deslizarse hasta la parrilla de la chimenea y entrar en la primera casa. Atascado a mitad del camino, se retorcía, gruñía y soltaba todo el aire intentando hacerse más delgado. Todavía ardía algún leño debajo de él y el humo le hacía toser. Las suelas de sus botas se calentaban por momentos.

Sólo cuando Rodolfo le tiró la bolsa de regalos encima, Papá Noel logró salir de la chimenea, disparado como el corcho de una botella. Quedó tirado en la alfombra del salón, rodeado de paquetes y dulces. Murmuraba:

-Nunca más. ¡Nunca más! El año que viene la navidad tendrá que ser antes.

Incluso después de haber llenado los calcetines de los niños y de haber vuelto a trepar al tejado, seguía protestando.

-¡Nunca más! El año que viene vendré antes.

-¿Mucho antes?- le preguntó Rodolfo, desapareciendo bajo una nube de nieve.

-En julio- contestó Papá Noel, que se sintió mejor sólo de pensar en ello-. ¡Jo, jo, jo!

Julio llegó muy pronto. Papá Noel estaba tan ocupado en su intento por conseguir tener todos los regalos a tiempo que ni siquiera pudo ir de vacaciones.

-Bueno..., dicen que un cambio es tan bueno como un descanso- le comentó a Rodolfo-. Realmente, este verano me hacen mucha ilusión las Navidades. Saca el carro de seis ruedas, no necesitamos ir de casa en casa con el viejo trineo.

Papá Noel se afeitó, pues solo se dejaba crecer la barba en invierno por causa del frío, y se vistío con sus tejanos favoritos, una camiseta y las sandalias. Se miró en el espejo. "¡Me siento en plena forma!" pensó, y se lanzó a la calle.

Debido a la ola de calor, en ese mes de julio, los tejados estaban todos secos y era fácil trepar a ellos. El carro de seis ruedas era liviano, y cuando aterrizaron en el primer tejado, Rodolfo se sentía aún descansado. La chimenea estrecha no era un problema esta vez. Papá Noel bajo por su interior tan fácilmente como una carta cae en un buzón.

Una vez dentro de la casa se paró en la alfombra de la sala a limpiarse el hollín de la nariz. Tras mirar a su alrededor pronto se dio cuenta de que algo no andaba bien. No había ningún vasito de jerez, ni siquiera un trozo de pastel esperándole. Tampoco había el árbol de navidad, ni guirnaldas, ni los regalos que compran las mamás y los papás. La casa tenía un aspecto solitario y vacío. Poco a poco comprendió lo que pasaba. ¡La familia se había ido de vacaciones!

¡Qué faena! Se habían ido de vacaciones y no pensaron en él. Pero lo peor de todo es que no había zapatos dónde dejar los paquetes, o sea, que tuvo que arreglárselas para volver a subir la chimenea con todos los regalos a cuestas.

-No me esperaban- dijo, tratando de salir de la chimenea sudoroso y molesto-¡Se fueron de vacaciones! ¿puedes creerlo?- comentó a Rodolfo. Éste no le prestaba atención, estaba ocupado sacudiéndose el enjambre de moscas y mosquitos que le acosaban. -¡Estas moscas no las hay en invierno!- refunfuñó sacudiendo su cola de reno.

Lo mismo sucedió en todas las casas. O la familia se había ido de vacaciones o lo que es peor, los niños estaban despiertos por culpa del calor. Más de una vez tuvo que volverse sigilosamente chimenea arriba por miedo a ser visto. Una familia incluso llamó a la policía porque escucharon ruidos extraños en su chimenea. -¡Un Ladrón!- dijeron por teléfono -.!Y creemos que hay otro en el tejado¡

-¡Nunca más!- dijo Papá Noel saltando en el carro de seis ruedas y galopando sin parar hasta el amanecer. Los regalos que no habían podido ser repartidos se caían del carro por las sacudidas.

-Confundirnos con ladrones... Lo que faltaba. ¡Nunca más!

Para repartir debidamente todos los regalos tuvo que salir como de costumbre en la noche buena. Se abotonó su camiseta más gruesa, su jersey, su chaqueta de punto y su chaquetón rojo, se envolvió en su bufanda y se calzó los guantes. Rodolfo sacó el pesado trineo y galoparon a través de la nieve sin mediar palabra.

Papá Noel no tenía ninguna gana de gritar ni jo, jo, jo no ja, ja, ja. Se había olvidado su segundo par de calcetines y comenzaron a castañetearle los dientes. Cuando llegaron al tejado de la chimenea estrecha, Papá Noel se ajustó bien el cinturón, se puso la bolsa sobre el hombro y se sentó en la punta de la chimenea. -No sé para que me molesto- murmuraba mientras forcejeaba por entrar.

Abajo, en la sala, diez guirnaldas cruzaban el techo de punta a punta. En un cubo rojo había un pino alto de ramas estiradas que sujetaban un centenar de luces de colores y tiras y tiras de papel de plata. Una luz blanca entró por la ventana reflejada en la nieve e iluminó la estancia llena de felicitaciones navideñas.

"Para Papá Noel" decía una nota en la mesa junto a un vasito de jerez y un trozo de pastel. Papá Noel bebió y comió, se sentía muy emocionado. En habitaciones cercanas los niños dormían bien abrigados. A los pies de cada cama había un zapato con una tarjeta especialmente dirigida a él. -Oh, ¡qué hermosa es la navidad!- suspiró, y un nudo en la garganta le impidió soltar su jo, jo, jo.

Volvió a subir al tejado. Esta vez le resulto maś fácil trepar y sus crecidos bigotes de invierno evitaban que el hollín se le metiera en la nariz. -Lo siento, Rodolfo- le dijo al salir de la chimenea -. En el futuro, pienso hacer los regalos en noche buena.

Rodolfo no parecía escucharle, contemplaba las estrellas más allá de los tejados cubiertos de nieve. Una luna de oropel se columpió al sonido de las campanas de la iglesia.

-Jo, jo, jo- dijo el reno para si-. ¡Qué hermosa es la navidad!

sábado, 19 de diciembre de 2009

Un Cuento Navideño.


"Feliz Navidad..." Eso es lo que oí cuando abrí nuestra puerta trasera aquella mañana de Navidad.

Un muy joven David L. Eppele estaba deslumbrado por la luz navideña, el árbol y los regalos . Yo estaba justamente en las que probablemente serían las mejores navidades que un 7 añero posiblemente podría tener.

Sabes, había una caja completamente llena de Caramelos caseros de la Tía Ellen, dos cajas de Manzanas (esas que son buenas de Farmington), un cajón de naranjas con el sello oficial de la ciudad de Pasadena, y un saco de 50 libras de piñones para mascar mientras yo jugaba con mi TREN ELÉCTRICO nuevo.

Después estaban los Caramelos de Navidad. Yo estaba tan ocupado que no me di cuenta de que estaba zampándome dos barras de caramelo al mismo tiempo!

Esta fue la mañana de todas las mañanas! Era Navidad!

La cocina de leña estaba atareada emitiendo aromas que gritaban: "¡El pavo y la guarnición serán servidos a la hora!"

Ornamentos genuinos de cristal soplados a mano procedentes de Alemania , brillaban suavemente en las ramas del árbol de navidad, y el aroma de los piñones tostados junto con el pavo era una completa sinfonía para los sentidos de este joven hombre.

¿Por qué sería justamente esa misma mañana cuando aprendí el verdadero secreto de comer una caña de azúcar clavada dentro de un agujero perforado en una naranja? Te ponías hecho un desastre... Y, ¿quién dijo que no se pueden hacer pequeños túneles con papel de Navidad sobrante, un poco arrugados pero eternamente bonitos? ¡Oh! Tan solo mira la matrícula de la locomotora eléctrica cuando está atravesando el túnel.

Creo que fue mientras me encontraba a mitad de mi aprendizaje sobre cómo conseguir que mi tren "Lionel" cascara piñones sin descarrilar cuando pápi me pidió que abriese la puerta trasera. Yo estaba tan absorbido en la tarea de cascar nueces, que ni siquiera oí que hubieran llamado a nuestra puerta.

Al tiempo que corria hacia la puerta trasera, me apresuraba a abrocharme el cinturón de mi batín totalmente nuevo, justo como el de papá. Yo pensaba que iba bien con mis zapatillas nuevas. Lucía un par de pantalones vaqueros genuinos Levi´s y sería un descuido por mi parte si no te dijera que llevaba puestas 2 camisas nuevas y un par de guantes de piel. No estoy seguro si mi anorak para la nieve estaba recto o no, pero envolví mi cuello con una bufanda roja.

Abrí la puerta trasera de golpe , y, allí en frente de mí, estaba el Indio más viejo que yo creo haber visto. Su cara estaba arrugada y mojada. Sus manos casi moradas por el frío. El estaba a la pata coja, con un pie sobre otro, saltando sobre sus pies para librarse del frío.

"Feliz Navidad" dijo . Yo no podía responder a algo que no entendía. No tenía ni idea de lo que decía ese hombre ni de lo que quería.

"Feliz Navidad" dijo de nuevo, esta vez señalando un viejo y sucio saco de algodón que llevaba consigo... Yo seguía sin poder responder.

Me volví hacia la cocina donde mamá estaba haciendo esas cosas secretas para hacer las cenas de navidad tan fabulosas. la sorpresa reflejada en su cara cuando ella vió quién estaba en el umbral de la casa.

"Joe, será mejor que hables con ese hombre ...", dijo mamá.

Mi padre vino a la puerta trasera. Puso ambas manos sobre mis hombros mientras que, una vez más, oí al viejo decir "¡Feliz Navidad!"

Mi padre hablaba suficiente navajo para entenderse. Oí unas cuantas palabras que creía comprender, pero no las suficientes como para saber lo que estaba pasando. El y mi padre hablaron durante 1 minuto, más o menos, y, después, Papa se volvió hacia mí y me dijo:

"David , ve, entra en casa y coge una bolsa grande de la tienda . Quiero que la llenes con manzanas, naranjas y algunas libras de piñones. Vamos a ayudar a este anciano. Es de Gamerco. Ha andado las 7 millas hasta nuestra ciudad por la nieve para llevar algo de comer a su familia . Dice que toda su familia está enferma y nosotros debemos ayudarle".

"Feliz Navidad," dijo de nuevo el anciano a la vez que señalaba su viejo saco.

Creo que fue en ese momento cuando finalmente comprendí lo que estaba pasando. El Hombre viejo nos deseaba, de la única forma que sabía, una Feliz Navidad. Estaba pidiendo Comida y Ayuda para su familia.

Corrí de vuelta a la salita y empecé a llenar la bolsa de la tienda con manzanas y naranjas que mi madre me pasaba. Incluso metí un par de esas cañas de azúcar y después un par más. Puse Piñones en la bolsa casi hasta cubrir la fruta . Después puse unas cuantas naranjas más para acabar de llenar completamente la bolsa. Mientras volvía vi a mi padre dar al hombre viejo un billete de cinco dólares.

Le pasé al anciano nuestra bolsa de papel y esperé mirando como transvasaba todas las manzanas, naranjas y piñones a su bolsa de algodón . Se le cayó una naranja . Me agaché a por la naranja que rodaba al mismo tiempo que el hombre viejo lo hacía. Sus manos cubrieron las mías por unos instantes . Me miró a los ojos y esgrimió una gran y desdentada sonrisa. !Oh, como brillaban sus ojos oscuros!

Yo me quité de mi cuello mi bufanda roja totalmente nueva y se la enrollé en el suyo.

Ahora bien , no lo supe en aquel momento pero seguro que mi corazón sabía que acababa de aprender algo muy importante, una lección muy valiosa... una enseñanza que llevaría siempre conmigo para siempre .

Es mucho mucho mejor dar que recibir.

¡¡FELIZ NAVIDAD!!

David. L. Eppole

sábado, 12 de diciembre de 2009

El Árbol de las Risas.

Esta historia comienza así: hace muchos años existía un famoso pueblito, alejado de la ciudad, llamado Glabilú . En el medio de la única placita que tenía, había un árbol, con hojas grandes, chicas, medianas, verdes, rojas, amarillas, celestes y muchos colores más. No sólo era hermoso, sino que regalaba sonrisas a toda la gente.

Cada vez que alguien se sentía un poquito triste, se iba hasta la plaza, se acercaba al árbol y
automáticamente se empezaba a reír. Para los chicos, Risitas, que así lo llamaban a su árbol, era un amigo más. Esperaban ansiosos que llegara la tarde para poder ir a jugar junto a él. Se trepaban en sus ramas, le cantaban canciones, se divertían mucho.
Una noche, el Señor
Gogó, que era del pueblito vecino, fue hasta la placita. Miró para todos lado, se fijo que no hubiese nadie, y se acerco al árbol en puntitas de pie. Era un hombre muy malo y serio, y no le gustaba que sus vecinos siempre estuvieran alegres. Entonces, empezó a arrancarle las coloridas hojas a Risitas y a patearle su tronco ¡con mucha bronca!. El pobre árbol empezó a reír cada vez menos... hasta dejarlo de hacer por completo. Y cuando lo hizo, el Señor Gogó se fue satisfecho a su pueblo.

A la mañana siguiente el árbol amaneció enfermo, casi muerto. La gente se puso muy triste cuando lo vio, y la risa desapareció de sus caras. Entre ellos se miraban y se preguntaban: ¿qué le habrá pasado? ¿quién lo lastimó?. Se pusieron a juntar sus
hojitas, a cuidarlo, a regarlo, pero Risitas seguía igual. Hasta que un día, decidieron que la forma para curarlo era darle lo mismo que el siempre les dio a ellos: RISAS. Se juntaron todos, hicieron una ronda alrededor del árbol, se agarraron de las manos y empezaron a reír. Y rieron cada vez más fuerte, tan fuerte que hasta la tierra comenzó a vibrar. Risitas empezó a tomar vida, le volvieron a salir sus coloridas hojas y con ellas, su alegría. Empezó riéndose bajito, casi no se lo oía, pero terminó riéndose tan alto que hasta contagió al Sol. Comenzaron a crecer muchas y muchas flores a su alrededor y se formó un arco iris, el más bello que habían visto en toda su vida.

La risa empezó a contagiar a los pueblos vecinos y llegó hasta la casa del Señor
Gogó, y sin darse cuenta, de sus labios, comenzaron a salir risas.
Y colorín, colorete, a este cuento se lo llevó un cohete.

Mariana Ramos.
El Palomar, Buenos Aires

domingo, 1 de noviembre de 2009

El Hombre que comió Diablitos.

A los 19 años, yo era un muchacho muy alegre, sin nadie que insistiera sobre mis deberes. La vida para mí era mujeres, vinito y bailes.

Una ves me enteré que se celebraría un baile en el pueblo.Como estaba indeciso en ir me acosté, pensé que el sueño me vencería pronto, pero me movía de un lado para otro y no encontraba mi lugar, nomás me acordaba de la fiesta.

Por fin me decidí y salí de mi casa para ir al mentado baile; sabía que era por el barrio de La Pila, así que caminé hacia allá. Al poco rato comencé a oír la música, la seguí hasta que llegué a una casa bonita, como hacienda chica, muy iluminada. Me acerqué al borlote y al entrar ví que el salón era grande y muy lujoso. Por todos lados se veían mujeres hermosas que bailaban con gracia al sonar una banda.

Luego luego me llegó el gusanito por entrar al relajo, más no me animaba porque todas las muchachas andaban con vestidos finos y de toda zapatilla. Yo, en cambio, me sentía muy mal porque iba con mis garritas, con mi sombrero y mis huaraches, como cualquier ranchero. Pero al poco rato se acercó un pelao que no me pintó tan mal y me dijo: "Ándele amigo, anímese, póngase a bailar."

hasta ese momento no me había fijado, pero cuando se acercó aquél hombre me dí cuenta de que él y yo éramos los únicos varones en medio de puras mujeres. Eso me pareció raro, pero al fín me animé; él mismo me acompañó para que bailara con una de las mujeres quien, sin discutir nada, aceptó la invitación. Después vinieron otras que se mostraron contentas de bailar conmigo, como si estuvieran allí para complacerme. Comencé a tomar alcohol para hacer más agradable el momento. "¡La pura vida!", decía yo de lo bien que me la estaba pasando, aunque poco después me sentí algo mareado y muy ambriento.

Llegó el momento en que mi hambre fue insoportable, como no encontré nada que comer, pensé en regresar a mi casa para buscar algo. Sólo que antes de salir del lujoso salón miré hacia la puerta y me fijé en dos enormes barriles de madera que estaban allí cerca. Olvidé por un momento a las mujeres y me acerqué a los barriles, disimuladamente me asomé a uno de ellos y ¡cuál sería mi sorpresa cuando descubrí que estaban llenos de tornachiles güeritos! "Con el hambre que traigo", pensé, "estos chilitos curados no están pa' despreciarse."

Comencé a comer de uno en uno sin preguntarle a nadie de quíen eran o si podía agarrar. Cada tornachile me sabía a gloria y los rabitos los aventaba discretamente a la pista de baile.

Buen rato me la pasé come y come y sin que nadie me molestara, pero de pronto me miró el hombre de la fiesta y se acercó muy asustado.

-¡Hombre, amigo!- me dijo poniendome la mano en el hombro -, ¡váyase de aquí antes de que lo vean porque si no, olvídese!

Yo no sabía de lo que estaba hablando y le pregunté sorprendido, entonces él me esplicó que me estaba comiendo "la cría", y me hizo una seña para que me fijara en las mujeres de la fiesta.

Las observé y me quedé tieso del susto. ¡Eran diablas!, hembras con cola y cuernos, aunque disimulados por el peinado y el vestido. Me dieron ganas de salir corriendo, sobretodo cuando vi los rabos en el piso. ¡Que rabos ni que nada!, eran las colas de los diablitos güeros que yo me había comido, hijos de aquellas hembras y de aquel varón a quien, finalmente, veía con cuernos y cola horribles, como pocos se lo imaginan.

Sin hacer más preguntas me acerqué a la salida y cuando ya estaba afuera nomás se me ocurrió decir: ¡Ave María purísima!, y de inmediato aparecí en medio de una troje grande y un poco destruida... Ya no había salón, mujeres, ni música. Para colmo, el rumbo hacia mi casa se divisaba bastante lejos, no fue fácil el regreso.

Desde entonces, desde aquel baile en que calmé mi hambre con diablitos , padesco de un dolor de barriga que no se me quita nunca, ande con quien ande y vaya a donde vaya.


En el año de 1948.


Pablo era un muchacho al que le gustaban mucho los bailes y las fiestas. No se le pasaba ninguna oportunidad. Además, era muy volado. a todas las muchachas bonitas las hacía sus novias, y pues tenía novias por todos lados.

Llegó a tener gran cantidad de novias que en uno de tantos bailes se juntaron varias de ellas. Las muchachas se pusieron de acuerdo y decidieron hacer que Pablo pasara una vergüenza en frente de toda la gente. Cuando él se presentó, todas se le echaron encima: lo cachetearon y lo rasguñaron que daba gusto. Pero ni así se le quitó lo mancornero a Pablo. Siguió dándose gusto, como si nada, hasta que el 23 de marzo de 1948, como a las ocho de la noche, se encontró con su destino.

Esa noche fue a una fiesta, pero nadie quería bailar con él porque todas ya lo conocían. Anduvo recorriendo toda la planilla sin encontrar quién bailara con él. De pronto, en el rincón más oscuro y alejado del lugar, descubrió una muchacha que nunca había visto. Empleo sus mejores palabras para sacarla a bailar y ella aceptó.

Toda la noche estuvo bailando con ella. Era la muchacha más bonita que había conocido en toda su vida. Le preguntó su nombre, su edad y muchas cosas más. Ella a todo contestó. pablo pensó que la muchacha no podía tener mejor nombre. se llamaba Rosa y era tan hermosa como la más bella de las flores.

Cuando terminó el baile, Pablo se ofreció a acompañarla hasta su casa. Salieron del baile y, con el cambio de clima, la muchacha tembló. Muy galante, como todo un caballero, Pablo se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de la muchacha. Así se fueron platicando, hasta que llegaron a la puerta de la casa.

-¿Puedo volver a verte?- preguntó Pablo antes de retirarse.

-Todas las veces que quieras- contestó ella.

Al otro día, cuando despertó, Pablo buscó su chaqueta y no la halló. entonces recordó lo que había pasado la noche anerior. Pensó que ese era un buen pretexto para volver a ver a la muchacha y se fué corriendo a casa de ella. Tocó la puerta y le habrió un anciano.

-¿Qué se le ofrece, jóven?

-¿Aquí vive Rosa?

El viejo se asombró mucho, y luego de un silencio dijo:

-Aquí vivía.

-¿Vivía? ¡pero si la acompañé anoche hasta aquí!

-Eso no puede ser, jóven.

-¿Por qué?

-Porque Rosa murío hace un año.

Pablo no podía creer aquello. insistió tanto en ver a Rosa, que el viejo lo llevó hasta el panteón. Cuando llegaron a la tumba de la muchacha, vieron que la chaqueta de Pablo cobijaba la lápida.


Una Historia para el Día de Muertos


Parte 3

No pasó mucho tiempo en que la gente del pueblo se diera cuenta de lo sucedido, y curiosos, solían pasar por el callejón, percatándose que paciente, esperaba Ignacia con la ventana entreabierta, a que de vuelta se apareciera el joven que alguna vez le enamoró.

Así, transcurrieron noches y noches, e Ignacia no lograba dormir, muchos dijeron, pareció la joven perder la razón, y ya no hubo fuerza humana -ni su propia madre- que lograra despegarla de la ventana, en la que permanecía toda la noche murmurando, rezando, rogando que tal o cual sombra, fuera de su amado que venía de nuevo a visitarla.

Por ello, la dama de negro, un buen día llegó a su lado y peinándole el cabello, le comunicó que gracias a su esfuerzo, venía de Praga un joven noble para casarse con ella; que debía recuperar los bríos para retomar la vida que había trazado para ella. Ignacia, permaneció en silencio y se limitó sólo a llorar. Su madre, desesperada, le confesó que había enviado al joven al frente, y que hacía algunas semanas había muerto en batalla militar.

Increíblemente, la dama de negro logró su cometido. Ignacia se levantó del lugar, le sonrió a su madre y besó su mano; con un beso que la hizo estremecer, pues fríos sintió sus labios. Nunca imaginó que la vida de ambas cambiaría a partir de esa escena.

Una semana trascurrió desde que recibió la dura noticia, y el día viernes, la dama de negro se levantó de la mesa y se fue a dormir la siesta, sin saber que nunca más despertaría, pues tras cortas convulsiones, murió asfixiada con espasmos musculares y vómito y espuma, y silenciosos gemidos de dolor que nunca lograron salir en gritos. Esa misma noche, con el cadáver de la madre a su lado, Ignacia se sentó de nuevo en la ventana.

Dicen los que saben de esta historia, que Ignacia nunca más se despegó de esa ventana de colonial fachada, ni siquiera para los servicios fúnebres de su madre, que terminó en fosa común pues no quiso la heredera pagarle entierro. Y es por ello común atender que de los transeutes que pasaban por ahí todas las noches, la escuchaban platicar a solas, como si conversara con un fantasma, y sobresalían las palabras dulces, amables, preciadas, como aquellas que una mujer sólo reserva para un amante y “amable caballero”.

Es pues por eso imprescindible contar también, que después de varios años, encontraron los vecinos un olor desagradable proveniente de la casa de Don Miguel de la Casa, que era habitada ya únicamente por la loca Ignacia, ya vieja. Llegaron las autoridades y entraron a la habitación, encontrando a Ignacia muerta, con los ojos blancos, la faz arrugada y pálida, casi calva, vestida de negro igual que su madre, y abrazando una fotografía que todos supusieron había sido de aquel caballero que alguna vez la cortejó.

Y sirva este cuento entonces de advertencia, que a partir de ese día, en la noche de muertos de noviembre, es necesario en Morelia guardarse en casa para de pronto, evitar encontrarse caminando solos en la zona del antiguo centro, quizás saliendo de un café o una cena, dónde sin darse cuenta, llegará el momento en que únicamente podrán escuchar la vaciedad de la noche y el retumbar de las propias suelas, con el aire frío entrando por la nariz y el sudor saliendo por la frente. Recuérdenlo muy bien, pues corren el riesgo de encontrarse de pronto en un callejón, frente a una ventana cuyas bisagras rechinen hasta quedar entreabierta. Forzosamente voltearán hacia ella, con el corazón retumbando, con el alma asustada y el cuerpo estremecido, y lograrán afinar los sentidos apenas lo suficiente para casi imperceptiblemente escuchar algunos murmullos del otro lado. Y ya habrá sido demasiado tarde. Detrás del vidrio, sucio y las cortinas roídas, habrán de encontrarse con la siniestra silueta encorvada y penante, de una vieja con faz desquiciada, desecha, y ya no podrán dar marcha atrás por más que quieran correr hacia el otro lado. Sus piernas no se los permitirán. A esa mujer, no le podrán nunca mirar los ojos pues estará vestida de negro y cubierta con un velo, apenas asomará la piel pálida y arrugada de la cara, y así sucederá año tras año, década tras década, hasta que encuentre a otro ser a quien confunda con su enamorado, matándolo al instante de un infarto para poder llevárselo a descansar con ella, en la paz eterna del infierno. Sirva entonces este cuento, de advertencia…

Escrito por J. S. Zollike.
Tomado de www.realidadnovelada.com


Una historia para el Día de Muertos

Parte 2

No se conoce mucho de la infancia de la hija de Don Miguel, salvo que le llamaban “la niña Ignacia” y que su belleza se acrecentó al pasar de los años, pues las características físicas se remarcaron acompañadas de un cuerpo que se fue tornando escultural: una cintura por demás pequeña, una espalda arqueada, las piernas largas y el busto firme y redondeado…

Se dice que nunca fue a la escuela sino que tomó clases particulares en su casa; siempre bajo la supervisión constante de su extraña y arisca madre, y bajo la tutela personal de únicamente mujeres, pues aparentemente la dama de negro no quería correr ningún tipo de riesgo, ni social ni económicamente hablando. No iba a permitir que un hijo de N-A-D-I-E cortejara a su hija… No iba a dejar que nadie se entrometiera en los planes que tenía para ambas. Ella y sólo ella, decidiría con quien la casaría para incrementar el feudo familiar.

Es de imaginar la soledad en la que se desarrolló “la niña Ignacia”, que en la edad de la rebeldía, ideó la forma de hacerse de amigos más allá de los libros que podía leer y la servidumbre con la que podía conversar, por lo que encontró que su madre le permitía a media tarde, entrar en la biblioteca de su padre con la excusa de dedicar tiempo a la lectura de los clásicos.

Día a día, con la paciencia beata, Ignacia fue asomándose a la ventana, viendo tímidamente en un principio, las sombras y figuras que se alcanzaban a mirar detrás de la tela blanca de las cortinas. De esa forma imaginaba; un perro, un hombre cargando madera para fogón, un vendedor de globos, un cura cargando su Biblia, aquel otro podría ser el médico con su familia, o una mujer galante y borrachos orinando su temor.

Como era de esperarse, llegó el tiempo en que la imaginación no fue suficiente, pues la bella adolescente pronto se enamoró de un joven al que conoció de esa forma… Entre las sesiones escolares, las clases de piano, las lecturas de la Biblia y los larguísimos rezos del rosario, Ignacia soñaba con que llegara la hora de acercarse a esa ventana, abrirla despacito, a penas un poco, y escuchar las bisagras rechinar y asomar parte de la cara para poder escuchar el galante saludo de aquel extraño, “Buenas tardes, princesa”, y ella responder con un susurro “las tenga usted, caballero”.

Cabe decir que estos encuentros furtivos se realizaban cada vez con mayor frecuencia, principalmente a media noche para no ser descubiertos por la madre de esta, por lo que por un buen tiempo, tuvo Ignacia la costumbre de bajar a media noche, a hurtadillas, para encontrarse con aquél muchacho, y abrir un chiflón de la ventana, para platicar a susurros y voces bajas, acerca de todo lo que les pasara por la mente: libros, paisajes y pasajes románticos, música y enamoramientos eran de charla cotidiana.

Al menos, hasta que llegó la fatídica fecha del décimo aniversario de la muerte de su padre, en que su madre, la húngara de negro, bajó las escaleras sin cenar y como durante los últimos diez años, se dispuso a salir en el carruaje a media noche. Nunca nadie supo a dónde iba, quizás al cementerio a purgar sus penas, quizás, se llegó a decir, a buscar algún beodo que le vendiera un rato de sexo pasajero. ¡Ignacia, te vas a ir al infierno!, sentenció mientras la bella muchacha sentía del pecho saltar el corazón, y acto seguido azotó la ventana y corrió escaleras arriba a esconderse bajo su cama. Aquella noche no durmió. “Y usted, joven, si valora a su familia, nunca más volverá a pasar por esta cuadra“.

Al verlo vestido con uniforme del colegio militar, la dama de negro escribió una carta a la luz de una vela. Y en penumbras, selló con cera y envió a un conocido militar de la región, acompañada la misiva de un pequeño saco de monedas de oro. “Le ruego General, que envíe al muchacho al frente, pues es sueño de él y de su humilde familia, defienda a la patria contra la rebelión de Escobar”.

Mirando el bajo-cama, esa noche Ignacia lloró desconsolada. No podía creer que había sido descubierta, y conociendo a su madre, imploró al cielo por una ayuda, una compasión que nunca llegó.

Una historia para el Día de Muertos

Parte 1

Poco después de apagados los últimos incendios revolucionarios de la región, regresó a Morelia procedente de Europa, el joven Miguel de la Casa, huérfano de madre, hijo único y heredero de la enorme riqueza de su padre, el hacendado Don Agustín de la Casa Solariega e Izasarra, quien le escribió poco antes de morir, suplicándole volviera para hacerse cargo de su natural peculio.

El regreso a tierras Michoacanas de Don Miguel, sorprendió a pobladores y conocidos, pues arribó en ferrocarril proveniente de Veracruz, con una mujer y una niña que resultaron ser su esposa e hija. La mujer, alta y de pocas carnes y mayor que él, tenía el carácter endiablado y el entrecejo profundamente marcado. Decía era apenas un reflejo de la belleza húngara que alguno vez tuvo, cuando fue cantante de ópera en Viena y tuvo la cuita de conocer al joven Don Miguel, antes de que el embarazo y los constates dolores de cabeza del matrimonio, la dejaran agobiada y siempre preocupada del porvenir.

Nadie le hubiera creído de épocas más rozagantes de no ser por la pequeña, quizás rozando los doce años, que era el ejemplo de belleza divina; nada común en la región y por ello la atención de sobremanera: de piel blanca como las nubes, los ojos azules y brillantes como el agua, nariz delgada y recta, sonrisa limpia y dulce y el cabello largo y rubio; era el ideal de princesa Baviera llegada a un México malinchista e idealista.

Sin embargo, al pasar acaso de un par de años, sucedió algo que sucumbió a la sociedad de alcurnia moreliana; los titulares corrieron la noticia como rápido se podían mover los medios en ese tiempo: Asesinato de Don Miguel de la Casa.

Al parecer, fue hallado su cuerpo semidesnudo detrás de Catedral con un extraño rictus de horror en el rostro, al grado en que no hubo médico que se atreviera a realizarle la necropsia de ley. Máxime, cuando corrieron los rumores de que el crimen había sido realizado por órdenes de su propia esposa, quien se había mostrado siempre por demás avara y preocupada por cuidar hasta el último centavo que Don Miguel no parecía poder mantener entre las manos.

Cabe mencionar que las sospechas incrementaron porque la mujer fue vista vestida de negro, desde hacía un día antes de que fuera encontrado el cuerpo, pues se suponía había estado el hacendado extraviado de fiesta por varios días. Por ello, entre bisbiseos y murmullos, siempre quedó la duda del homicidio, y la mujer nunca fue siquiera interrogada, pues los oficiales de policía temían de aquella extranjera que ni el 4° Arzobispo de Michoacán-Morelia y tierras Santas, Don Leopoldo Ruiz y Flores, quiso confesar jamás.

Pasaron pues los años, y la mujer nunca dejó de vestirse de negro, pero sí recuperó e incrementó buena parte de la fortuna, aunque ni ella ni su hija eran vistas de día con regularidad.

domingo, 25 de octubre de 2009

El Rayo de Luna.


Parte 3

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.

-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

Gustavo Adolfo Bécquer.


viernes, 23 de octubre de 2009

El Rayo de Luna.


Parte 2


Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.

-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?

-No tiene ninguna mujer consigo.

-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El Rayo de Luna.


Parte 1


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciónes de imaginación.


Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al ,enos podrá entretenerles un rato.


Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del obscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.


Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.


-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor?- preguntaba algunas veces su madre.


-No sabemos- respondían sus srevidores -acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el nhaz de algunas lagunas. en cualquier parte estará menos en donde esté todo el mundo.-


En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.


Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extraña creaciónes, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.


Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.


Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en el silencio intentando traducirlo.


En las nubes, en el aire, en le fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbraba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches e poético insomnio, exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedeban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en su parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraban el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los uertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llan de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de su sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!... ¡A estas horas! esa, esa es la mujer que yo busco- exclamo Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las amas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

-¡Es ella, es ella, que se lleva alas en los pies y huye como una sombra!- dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!, por aquí, por aquí va- exclamó entonces. -Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos. -Y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez, -creo que ha habado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en coz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿en qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

sábado, 3 de octubre de 2009

La Yacumama.


En lo profundo de un bosque impenetrable por su exuberante vegetación, había un lago muy poco conocido por los que vivían en las proximidades de ese lugar.
Simulaba ser sumamente tranquilo, apacible, en suma, un remanso de paz; pero, lamentablemente era lo contrario.

Así lo aseveraban quienes habían llegado a él, pues sabían que tenía "madre" y que ella celosamente cuidaba ese lugar, persiguiendo sin piedad al que por desgracia se atrevía a pescar en sus aguas.

Así llegó cierto día un pescador que siguiendo el curso de un riachuelo desembocó en el; desde el primer momento que lo vio, se sintió feliz porque creía que era el primero en llegar y pensó: al fin podré realizar una "pesca milagrosa" en esta laguna olvidada, que debe estar llena de peces.

Infelizmente no fue así; al penetrar en el lago, lo primero que hizo fue ubicar un lugar para arrojar su tarrafa y aunque se sentía intrigado por el movimiento del agua, siguió remando confiado; pero el vaivén continuo de su canoa, siguió preocupándole hasta que sintió que algo salía del fondo del lago.

Rápidamente volvió para averiguar que era eso, y vio una terrible cabeza, suspendida a casi un metro de altura sobre la superficie del agua moviendo su monstruosa figura de orejas paradas y sacando su lengua puntiaguda.

Inmediatamente dio vuelta su canoa, metió su remo con fuerza hasta el fondo del agua para impulsarse mejor y en esos instantes apremiantes para colmo de males, notó que las plantas de la orilla venían a su encuentro, cerrándole el pase como si obedecieran a no se qué designio; terriblemente asustado, giró su cabeza para ver que ocurría con la fiera y comprobó que ella le perseguía a toda velocidad.

En ese momento, aterrorizado levantó sus ojos al cielo y clamó ayuda al Dios Todopoderoso, convencido que él no podía hacer nada para librarse con vida de ese monstruo lacustre.

Y realmente, el Señor escuchó su súplica, porque inexplicablemente cayeron al lago cuatro sachavacas peleando y mordiéndose como fieras, produciendo un tremendo ruido.

Ese terrible estruendo asustó a esa serpiente, que no era otra cosa que la terrible Yacumama, que velozmente se sumergió en su lago.

Incomprensiblemente, las plantas acuáticas también volvieron a su posición inicial y todo quedó en calma, pues hasta las sachavacas se escaparon viendo a la horrible Yacumama.

El pescador que advertía estupefacto todo cuanto sucedía. No quiso perder un segundo más, y se alejó de este fatídico lago, antes que la Yacumama le cerrara el paso nuevamente.

Lamentablemente no llevó ni un solo pez, porque "la madre" de esa laguna no quiso regalarle sus pacos, sardinas, sábalos, bujurquis, lizas y gamitanas.

AI respecto, se cuenta que cuando alguna persona común se acerca a las orillas y penetra a esos lagos encantados, se desata sorpresivamente una tormenta infernal que hace zozobrar la embarcación y la persona se ahoga irremediablemente.

Leyenda de Perú.

jueves, 1 de octubre de 2009

El amor es un centro.

-No entiendo a las personas.- dijo la pequeña gatita -Quieren tener a alguien a su lado, y cuando tienen la oportunidad, la dejan escapar... Se nota que morirían de hambre, pues no sabrían atrapar una presa.

-Hay seres que quieren tenerme en sus brazos, pero muchos no saben tratar a un gato, piensan que uno debe obedecerles y estar cuando a ellos se les dé la gana... ¡No somos máquinas!...

-Cuando nosotros amamos lo demostramos con ronroneos, frotando nuestros rostros con los suyos, maullando dulcemente, durmiendo junto a ustedes... Pero ¿es posible que amemos a todos? No, pues solo aquellos que saben como taratarnos son los que terminan ganandonos... Además, somos muy selectivos, pues no facilmente dejamos que se acerque aquellos que no nos dan una buena vibra o aquel que nos lastimó, pues nuestro instinto es la supervivencia, y no deseamos que alguien nos lastime. Las personas son rencorosas, recuerdan las cosas malas que uno hace, pero no ven lo que ellos hacen... ¡Y dicen que nosotros somos los rencorosos!.. Nosotros sabemos perdonar, y de nuevo debemos pasar por el procedimiento de reconocimiento y aceptación, pero cuando nos sentimos rechazados o no nos sentimos seguros buscamos un lugar que nos de tranquilidad.

-Las personas quieren que los animales respondan como si fueramos de su especie... ¡No podemos!, cada am¡nimal es distinto, cada especie... Creo que no solo nosotros debemos adaptarnos a ellos, ellos deben de adaptarse a nosotros también, es el dar y el recibir, el saber llegar a acuerdos.

-Las personas deberian aprender a amar... No saben demostrar cariño, dar amor, siempre desean quen el otro les dé, pero ellos son incapaces de hacerlo... Un gato sábe amar demasiado, somos demasiado cariñosos, sabemos ser exelentes amigos... El problema de las personas es que les molesta que nosotros los gatos seamos tan independientes, creen que por ello no sentimos nada hacia alguien más. En verdad no entiendo al ser humano, dicen ser racionales, pero no saben nada de la vida:no saben vivir, sentir, andar sin preocupaciones... Y si fueran tan racionales, ¿por qué les gusta dañar a otros seres vivos? ¿Por qué arrancan plantas y dejan a varias especies sin alimento y vivienda? ¿Por qué piensan que el mundo es sólo para ellos? Si eso es razonar, no quiero hacerlo jamás, pues yo sólo obtengo de la naturaleza lo que necesito, sin tomar de más, y al mismo tiempo le devuelvo lo que me dá la Madre Tierra.

-¿Qué no se dan cuenta que sin nosotros ellos no pueden existir? Todos somos parte de una misma energía, y todos debemos dar, es un círculo, por ello recibes lo que das... En verdad no entiendo a las personas.-

-Es muy cierto lo que dices.- contestó el Gran Espíritu - El amor es un centro, y gracias a ello todos existimos. Pero las personas tienen tanto miedo de amar, no saben como hacerlo, pues temen a lo que les va a pasar. Han olvidado que son parte de la Madre Tierra, han olvidado que todos somos hermanos y que nadie es superior a nadie; han olvidado amar su entorno, amar a los demás espíritus, a los demás seres, y por eso tú y todos los demás seres deben de enseñarles lo que es amar. Deben de ser pacientes, pues las personas son necias y sordas... No necesitas hablar su idioma, pues todos podemos comunicarnos, solo es cuestión de prestar atención a las voces de nuestro alrededor. No digas que no quieres tener razonamiento, pues lo tienes; y no porque las personas no sepan usarlo y se sientan superiores, tu no debas usarlo como se debe. No dejes que eso te afecte, recuerda que eres un gatita, y lo orgullosa de ser quien eres.-

La pequeña gatita y el Gran Espíritu se sonrieron, y se quedaron escuchando las voces de los alrededores, aprendiendo de lo que hablan los espíritus, mirando a la luna que se alzaba en el cielo estrellado, abrazando la rama de un ahuehuete.

Escrito por René Sokka.
Ciudad de México.

martes, 29 de septiembre de 2009

El bigote del tigre.

Una mujer fué un día a ver al gran sábio de su aldea, un ermitaño que tiempo atrás se había retirado a vivir a una montaña. Era un hombre sumamente respetado. Al ver a la mujer dentro de la cueva, el sabio le preguntó el motivo de su visita.

-Estoy desesperada, gran sabio. Sin duda necesito una de vuestras pociones.
-Pociones, pociones...- Murmuró el anciano -, Todos necesitan pociones... ¿Podremos curar un mundo enfermo a base de pociones?

La mujer empezó a contarle al ancianio su problema. Su marido, tras volver de la guerra, había cambiado totalmente. Pasó de ser un hombre cariñoso a alguien frío y distante. Ya no hablaba, y las pocas veces que lo hacía, su voz sonaba helada, dura, áspera. Apenas comía, y muchas veces se encerraba en su cuarto tras dar un manotazo y se negaba a ver a alguien. Había abandonado sus ocupaciones y solía pasar el tiempo sentado en la cima de una montaña, con la mirada perdida en el mar, negandose a pronunciar palabra. Sus ojos, antes vivos y cómplices, eran ahora hielo o fuego rabioso. Ya no era el hombre con quien se casó.

-La guerra... La guerra transforma a tantos...- musitó el anciano.
-Creo que una de vuestras pociones le haria volver a ser el hombre ariñoso que un día fué.
-Una poción... tan simple como una poción... En fin, te diré que no será fácil, y además para hacerla necesitará el bigote de un tigre vivo. Es su ingrediente principal. Sin bigote, no hay poción.

La mujer se fué apenada porque no sabía como podría conseguirle el bigote, pero era muy grande el amor que le profesaba a su marido, por lo que una noche se decidió a buscar ese tigre. con un bol de arróz y salsa de carne se encaminó hacia la cueva de una montaña donde se decía que habitaba un tigre. A cierta distancia de la cueva depositó el bol con comida y llamó al tigre para que viniera, pero el tigre no vino.

Así pasaron días en los que la mujer cada vez se acercaba unos pasos más a la cueva, llamando al tigre, que empezaba a acostumbrarse a su presencia. Una de esas noches, el tigre se hacercó algo a la mujer, que tuvo que esforzarse para no salir corriendo. Ambos quedaron a escasa distancia, mirandose, escena que se repitió varias noches. Días después, la mujer empezó a hablar al tigre con una voz suave, y poco tiempo después, el tigre empezó a comer cada noche el bol de comida que ella le llevaba.

Así pasaron hasta seis meses, llegando a haber cierto vínculo entre ellos, tanto así que la mujer podía acariciar la cabeza del tigre mientras éste comia. Y llegó la noche en que la mujer le suplicó al tigre que no se enojara, pero que necesitaba uno de sus bigotes para poder sentir cerca a su marido. Y se lo arrancó, y para su sorpresa, el tigre no se enfureció.

La mujer fué al amanecer a la cueva del ermitaño, a quién le enseñó el bigote de tigre que había conseguido, felíz porque ya obtendría su poción. El ermitaño tomó el bigote satisfecho, y lo arrojó al fuego. La mujer chilló sin entender nada, y el anciano la calmó, y le preguntó cómo había conseguido el bigote.

-Yo... fuí cada noche a la cueva del tigre, llevandole comida, hasta que me perdío el miedo y se hacercó a mí. Fuí muy paciente, seguí llevando la comida aunque el tigre no la probaba, seguí hacercandome cada noche aunque a veces el tigre ni siquiera salía. A partir de una noche, el tigre empezó a salir a recibirme y más tarde comía cuanto le llevaba. Entonces empecé a hablarle, dejando que me conociera, y aprendí a disfrutar también de esos momentos en los que estábamos juntos. Y más tarde, le pedí el bigote. Pero ahora que lo haz tirado... ahora no habrá poción y mi marido seguirá ajeno a mí, ¡como si no existiera!

-No te preocupes, mujer- susurró el anciano -. Y escúchate. Lograste la confianza del tigre simplemente estando ahí, ofreciédote, esperando, dejando que te conociera, hablándole y dándole el tiempo que necesitaba. Y además aprendiste a disfrutar de vuestros encuentros. ¿No crees que un hombre reaccionará de igual modo ante el cariño, la comprensión, el interés, la compañía? si pudiste ganar con cariño y paciencia la comprensión y el amor de un animal salvaje... sin duda puedes hacer lo mismo con tu marido...

La mujer lo observó y comprendió: Había aprendido una valiosa lección gracias al ermitaño. y no necesitaría de más bigotes de tigre para sentirse cerca de aquel a quien amaba.

Leyenda Tradicional Coreana.

La leyenda del murciélago.

Al principio, el murciélago era tal y como lo conocemos hoy, y se llamaba biguidibela (bigudi-mariposa, bela-carne, o mariposa desnuda). Un día frío subió al cielo y le pidió plumas al creador, pues las había visto en otros animáles que volaban. Pero el creador no tyenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo sólamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.

Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un grán número de plumas que envolvían su cuerpo. Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaro, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando felíz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era Todo belleza.

Pero era tanto su orgullo que la humildad quedó sin lugar en el murciélago, que cada vez se tornaba más ofensivo para con las aves. Con su continuo pavoneo, hacia sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.

Así que el creador, viendo que el murciélago no sólo se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó felíz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.


Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirandose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.

Leyenda tradicional de Oaxaca.

El Águila y el Halcón.

Cuenta la vieja leyenda de los indios sioux que una ves llegaron hasta la tienda del consejero de la tribu, tomados de la mano, Toro Bravo, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros; y Nube Azul, la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu...

-Nos amamos...- empezó el jóven.
-Y nos vamos a casar...- Dijo ella.
-Y nos queremos tanto que tenemos miedo, queremos un hechizo, un conjuro, o un talismán, algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos, que nos asegure que estaremos uno al lado del otro hasta encontrar la muerte.
-Por favor- repitieron -¿hay algo que podamos hacer?

El viejo los miró y se emocionó al verlos tan jóvenes, tan enamorados y tan anhelantes esperando su palabra. -Hay algo- dijo el viejo -pero no sé... es una tarea muy difçicil y sacrificada.
-Nube Azul- dijo el brujo -¿ves el monte al norte de nuestra aldea? Deberás escalarlo sola y sin más armas que una red y tus manos, deberás casar el halcón más hermoso y vigoroso del monte, si lo atrapas, deverás traerlo aqui con vida el tercer día después de luna llena, ¿comprendiste?
-Y tu, Toro Bravo- siguio el brujo -deberás escalar la montaña del trueno, cuando llegues a la cima, encontrarás la más brava de todas las águilas, y solamente con tus manos y una red, deberás atraparla sin heridas y traerla ante mi, viva, el mismo día en que vendrà Nube Azul. ¡Salgan ahora!

Los jóvenes se abrazaron con ternura y luego partieron a cumplir la misión encomendada, ella hacia el norte y él hacia el sur. El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jovenes esperaban con las bolsas que contenían a las aves solicitadas. el viejo les pidio que con mucho cuidado las sacaran de las bolsas, eran verdaderamente hermosos ejemplares...

-¿Y ahora qué haremos?- preguntó el jóven -¿los mataremos y beberemos el honor de su sangre?
-No- dijo el viejo.
-¿Los cocinaremos y comeremos el valor en su carne?- propuso la jóven.
-No- repitió el viejo. -Harán lo que les digo: tomen las aves y átenlas entre sí por las patas con estas tiras de cuero, cuando las hayan anudado, sueltenlas y que vuelen libres.

El guerrero y la jóven hicieron lo que se les pedia y soltaron las aves; el águila y el halcon intentaron levantar vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse por el piso. unos minutos despuès, irritadas por la incapacidad, las avesarremetieron a picoptazos entre si hasta lastimarse.

-Jamás olvuiden lo que han visto- dijo el viejo -, son ustedes como un águila y un halcon, si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán arrastrándose, sino que además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse el uno al otro. Si quieren que el amor entre ustedes perdure, ¡vuelen juntos, pero jamás atados!

Leyenda Sioux.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cuento de las tres cosas.

Un día, la mesa organizó una reunión a la que invitó a la silla y a las piedras del fogón. Los tres se reunieron en la cocina, le pidió al perro que fuera por ellos porque no podían llegar por sí solos.

Cuando se reunieron, tomó primero la palabra la mesa:

–Yo los cité aquí para que veamos qué hacer con esta mala vida que llevamos. Yo sufro mucho, muchas cosas ponen en mi espalda, nadie me da de comer, sólo me ocupan para cargar la comida, sólo los cuatro dueños comen bien.

Cuando empezó a hablar, la silla dijo:

–A mí también me pasa lo mismo que a ti, yo siento bien cómo se me va haciendo pesada la carga mientras están comiendo nuestros dueños y se van acabando la comida que tú cargas.

Contestó la piedra del fogón:

–Ustedes no la pasan tan mal, nosotros sí sufrimos mucho, casi casi nos morimos cuando nos ponen el sombrero ancho en nuestras cabezas, nos empiezan a echar lumbre y nos empezamos a quemar bien feo, luego tiene que pasarmucho tiempo para que nos compongamos.

Al escucharlos contestaron las leñas:

– Ya dejen de estarse quejando de su destino y acéptenlo, eso no es nada en comparación de lo que nosotros sufrimos. Nosotros realmente nos morimos cuando nos queman y nos transformamos en cenizas, pero no nos estamos quejando.

Cuento Indígena de Guerrero.
Escrito por Aurora de Jesus Cruz.

K'uaki /El zopilote

Un día el zopilote despertó de madrugada, parpadeo repetidas veces, volteo sus ojos con el propósito de agudizar su mirada, levantó los pies para confirmar que estaba bien, ¡ de pronto! Se sacudió pensando en muchas cosas.

Se quedó estático como si estuviera ausente, tal parecía como si anduviera muy lejos, estaba pensando y en voz clara exclamó: Los años han transcurrido y yo de aquí de estos lugares jamás me he movido, muchos animales hermanos míos venían a visitarme pero, , hace ya algún tiempo que nadie se aparece, ¿ Cual será la causa por la que no vienen?, estuviera muy bien si yo fuera a verlos, llevarles un fraternal saludo que al cabo pronto regresare, nada pierdo con ir, allá voy.

Dio un salto, extendió sus alas elevándose lo mas que pudo, cuando se encontraba muy arriba empezó a mirar que solamente unos cuantos árboles existían porque los humanos a cada rato incendiaban los pastos, las flores, a los árboles y los animales allí se quemaban, a parte los hombres deforestaban derribando mas y mas árboles.

Siguió volando y vio muchos caminos a los que hoy llamamos carreteras, así también a las cosas que se movían haciendo mucho ruido, fue entonces que empezó a descender volando lo mas bajo que pudo y fue entonces que miró a muchos animales como son; los venados, zorrillos, tejones, conejos, coyotes, armadillos, víboras bien aplastados, quienes los habían aplastado fueron las cosas esas que hasta cimbran la tierra al caminar y que los hombres nombran camiones.

El zopilote al ver aquel cuadro tan desolador sintió una enorme tristeza, hablo de la siguiente manera: Mis hermanos por los caminos y los incendios se están terminando, los hombres no recuerdan y ni piensan que nosotros nos estamos extinguiendo, si a nosotros nos matan ellos también se acabaran por que no podrán vivir sin árboles y sin nosotros que a diario alegramos sus vidas y por todo lo que realizamos a favor de ellos.

Me siento realmente mal al ver todo tan triste y yo solo no podré hacer nada para remediar esta situación, entonces, ahora si de plano me boy a sentar a llorar. Se paró en un palo viejo, se cubrió los ojos y lloró y lloró sintiendo pena por los que vio muertos y por lo que se está terminando.

Es obligación de los mortales cuidar de toda clase de animales, es por eso que les pido a los niños, jóvenes y señores que, nuevamente brinquen y canten las aves, que se alegre el mundo con sus cantos, con el aullar de los coyotes, que los campos vuelvan a reverdecer por los árboles que se planten y que estén en pie.

Cuento Purèpecha.

Escrito por Benjamín González Urbina.

www.xiranhua.com.mx/cultura/tep00.htm


jueves, 24 de septiembre de 2009

El origen de la muerte.

Al principio no había muerte. Ésta historia narra cómo llegó al mundo.
Hubo un hombre llamado Leeyio, el primero puesto por Naiteru-Kop en la tierra. Leeyio fue llamado por Naiteru-Kop y recibió las siguientes instrucciones:
-Cuando un hombre muera, deberás preparar su cuerpo. Recuerda que siempre habrás de decir estas palabras: "muera el hombre, mas regresará; muera la luna y en lo remoto permanecerá.
Pasaron muchos meses antes de que nadie falleciera. Cuando, finalmente, la muerte llegó al hijo de un vecino, avisaron a Leeyio para que preparase las honras fúnebres. Mientras esto hacía, recitó las palabras que le habían sido transmitidas. Pero cometió un error y dijo:
-Muera la luna, mas regresará; muera el hombre y en lo remoto permanecerá.
Después de esto, nadie sobrevivió a su propia muerte. Transcurrió el tiempo y fue el hijo del mismo Leeyio quien encontró el fin. El entristecido padre, más meticuloso en esta ocasión, recitó con cuidado:
-Muera el hombre, mas regresará; muera la luna y en lo remoto permanecerá. Al escuchar estas palabras, respondió Naiteru-Kop: -Ya es demasiado tarde. El día que te confundiste nació la muerte entre vosotros.
Desde entonces, ningún humano regresa de la muerte. Desde entonces es la luna quien, tras desaparecer, regresa al mundo de los vivos.

martes, 22 de septiembre de 2009

La leyenda del atrapasueños

“Hace mucho tiempo cuando el mundo era joven, un viejo líder espiritual Lakota estaba en una montaña alta y tuvo una visión.

En esta visión Iktomi, el gran maestro bromista de la sabiduría apareció en la forma de una araña.

Iktomi le hablo en un lenguaje sagrado, que solo los líderes espirituales de los Lakotas podían entender.

Mientras le hablaba Iktomi, la araña tomo un aro de sauce, el de mayor edad, también tenia plumas, pelo de caballo, cuentas y ofrendas y empezó a tejer una telaraña.

Él habla con el anciano acerca de los círculos de la vida, de como empezamos la vida como bebés y crecemos a la niñez y después a la edad adulta, finalmente nosotros vamos a la ancianidad, donde nosotros debemos ser cuidadosos como cuando éramos bebés completando el círculo.

Pero Iktomi dijo mientras continuaba tejiendo su red, en cada tiempo de la vida hay muchas fuerzas, algunas buenas otras malas, si te encuentras con las fuerzas buenas, ellas te guiarán en la dirección correcta.

Pero si tu escuchas a las fuerzas malas, ellas te dañarán y te guiarán en la dirección equivocada.

El continuó, ahí hay muchas fuerzas y diferentes direcciones y pueden ayudar a interferir con la armonía de la naturaleza.
También con el gran espíritu y sus maravillosas enseñanzas.
Mientras la araña hablaba continuaba entretejiendo su telaraña, empezando de afuera y trabajando hacia el centro.

Cuando Iktomi termino de hablar, le dio al anciano Lakota la red y le dijo: mira, la telaraña es un circulo perfecto, pero en el centro hay un agujero, usa la telaraña para ayudarte a ti mismo y a tu gente, para alcanzar tus metas y hacer buen uso de las ideas de la gente, sueños y visiones.

Si tu crees en el gran espíritu, la telaraña atrapara tus buenas ideas y las malas se irán por el agujero.

El anciano Lakota le pasó su visión a su gente y ahora los indios Sioux usan el atrapasueños como la red de su vida”.

Leyenda Sioux.