domingo, 1 de noviembre de 2009

Una historia para el Día de Muertos

Parte 2

No se conoce mucho de la infancia de la hija de Don Miguel, salvo que le llamaban “la niña Ignacia” y que su belleza se acrecentó al pasar de los años, pues las características físicas se remarcaron acompañadas de un cuerpo que se fue tornando escultural: una cintura por demás pequeña, una espalda arqueada, las piernas largas y el busto firme y redondeado…

Se dice que nunca fue a la escuela sino que tomó clases particulares en su casa; siempre bajo la supervisión constante de su extraña y arisca madre, y bajo la tutela personal de únicamente mujeres, pues aparentemente la dama de negro no quería correr ningún tipo de riesgo, ni social ni económicamente hablando. No iba a permitir que un hijo de N-A-D-I-E cortejara a su hija… No iba a dejar que nadie se entrometiera en los planes que tenía para ambas. Ella y sólo ella, decidiría con quien la casaría para incrementar el feudo familiar.

Es de imaginar la soledad en la que se desarrolló “la niña Ignacia”, que en la edad de la rebeldía, ideó la forma de hacerse de amigos más allá de los libros que podía leer y la servidumbre con la que podía conversar, por lo que encontró que su madre le permitía a media tarde, entrar en la biblioteca de su padre con la excusa de dedicar tiempo a la lectura de los clásicos.

Día a día, con la paciencia beata, Ignacia fue asomándose a la ventana, viendo tímidamente en un principio, las sombras y figuras que se alcanzaban a mirar detrás de la tela blanca de las cortinas. De esa forma imaginaba; un perro, un hombre cargando madera para fogón, un vendedor de globos, un cura cargando su Biblia, aquel otro podría ser el médico con su familia, o una mujer galante y borrachos orinando su temor.

Como era de esperarse, llegó el tiempo en que la imaginación no fue suficiente, pues la bella adolescente pronto se enamoró de un joven al que conoció de esa forma… Entre las sesiones escolares, las clases de piano, las lecturas de la Biblia y los larguísimos rezos del rosario, Ignacia soñaba con que llegara la hora de acercarse a esa ventana, abrirla despacito, a penas un poco, y escuchar las bisagras rechinar y asomar parte de la cara para poder escuchar el galante saludo de aquel extraño, “Buenas tardes, princesa”, y ella responder con un susurro “las tenga usted, caballero”.

Cabe decir que estos encuentros furtivos se realizaban cada vez con mayor frecuencia, principalmente a media noche para no ser descubiertos por la madre de esta, por lo que por un buen tiempo, tuvo Ignacia la costumbre de bajar a media noche, a hurtadillas, para encontrarse con aquél muchacho, y abrir un chiflón de la ventana, para platicar a susurros y voces bajas, acerca de todo lo que les pasara por la mente: libros, paisajes y pasajes románticos, música y enamoramientos eran de charla cotidiana.

Al menos, hasta que llegó la fatídica fecha del décimo aniversario de la muerte de su padre, en que su madre, la húngara de negro, bajó las escaleras sin cenar y como durante los últimos diez años, se dispuso a salir en el carruaje a media noche. Nunca nadie supo a dónde iba, quizás al cementerio a purgar sus penas, quizás, se llegó a decir, a buscar algún beodo que le vendiera un rato de sexo pasajero. ¡Ignacia, te vas a ir al infierno!, sentenció mientras la bella muchacha sentía del pecho saltar el corazón, y acto seguido azotó la ventana y corrió escaleras arriba a esconderse bajo su cama. Aquella noche no durmió. “Y usted, joven, si valora a su familia, nunca más volverá a pasar por esta cuadra“.

Al verlo vestido con uniforme del colegio militar, la dama de negro escribió una carta a la luz de una vela. Y en penumbras, selló con cera y envió a un conocido militar de la región, acompañada la misiva de un pequeño saco de monedas de oro. “Le ruego General, que envíe al muchacho al frente, pues es sueño de él y de su humilde familia, defienda a la patria contra la rebelión de Escobar”.

Mirando el bajo-cama, esa noche Ignacia lloró desconsolada. No podía creer que había sido descubierta, y conociendo a su madre, imploró al cielo por una ayuda, una compasión que nunca llegó.

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