domingo, 1 de noviembre de 2009

El Hombre que comió Diablitos.

A los 19 años, yo era un muchacho muy alegre, sin nadie que insistiera sobre mis deberes. La vida para mí era mujeres, vinito y bailes.

Una ves me enteré que se celebraría un baile en el pueblo.Como estaba indeciso en ir me acosté, pensé que el sueño me vencería pronto, pero me movía de un lado para otro y no encontraba mi lugar, nomás me acordaba de la fiesta.

Por fin me decidí y salí de mi casa para ir al mentado baile; sabía que era por el barrio de La Pila, así que caminé hacia allá. Al poco rato comencé a oír la música, la seguí hasta que llegué a una casa bonita, como hacienda chica, muy iluminada. Me acerqué al borlote y al entrar ví que el salón era grande y muy lujoso. Por todos lados se veían mujeres hermosas que bailaban con gracia al sonar una banda.

Luego luego me llegó el gusanito por entrar al relajo, más no me animaba porque todas las muchachas andaban con vestidos finos y de toda zapatilla. Yo, en cambio, me sentía muy mal porque iba con mis garritas, con mi sombrero y mis huaraches, como cualquier ranchero. Pero al poco rato se acercó un pelao que no me pintó tan mal y me dijo: "Ándele amigo, anímese, póngase a bailar."

hasta ese momento no me había fijado, pero cuando se acercó aquél hombre me dí cuenta de que él y yo éramos los únicos varones en medio de puras mujeres. Eso me pareció raro, pero al fín me animé; él mismo me acompañó para que bailara con una de las mujeres quien, sin discutir nada, aceptó la invitación. Después vinieron otras que se mostraron contentas de bailar conmigo, como si estuvieran allí para complacerme. Comencé a tomar alcohol para hacer más agradable el momento. "¡La pura vida!", decía yo de lo bien que me la estaba pasando, aunque poco después me sentí algo mareado y muy ambriento.

Llegó el momento en que mi hambre fue insoportable, como no encontré nada que comer, pensé en regresar a mi casa para buscar algo. Sólo que antes de salir del lujoso salón miré hacia la puerta y me fijé en dos enormes barriles de madera que estaban allí cerca. Olvidé por un momento a las mujeres y me acerqué a los barriles, disimuladamente me asomé a uno de ellos y ¡cuál sería mi sorpresa cuando descubrí que estaban llenos de tornachiles güeritos! "Con el hambre que traigo", pensé, "estos chilitos curados no están pa' despreciarse."

Comencé a comer de uno en uno sin preguntarle a nadie de quíen eran o si podía agarrar. Cada tornachile me sabía a gloria y los rabitos los aventaba discretamente a la pista de baile.

Buen rato me la pasé come y come y sin que nadie me molestara, pero de pronto me miró el hombre de la fiesta y se acercó muy asustado.

-¡Hombre, amigo!- me dijo poniendome la mano en el hombro -, ¡váyase de aquí antes de que lo vean porque si no, olvídese!

Yo no sabía de lo que estaba hablando y le pregunté sorprendido, entonces él me esplicó que me estaba comiendo "la cría", y me hizo una seña para que me fijara en las mujeres de la fiesta.

Las observé y me quedé tieso del susto. ¡Eran diablas!, hembras con cola y cuernos, aunque disimulados por el peinado y el vestido. Me dieron ganas de salir corriendo, sobretodo cuando vi los rabos en el piso. ¡Que rabos ni que nada!, eran las colas de los diablitos güeros que yo me había comido, hijos de aquellas hembras y de aquel varón a quien, finalmente, veía con cuernos y cola horribles, como pocos se lo imaginan.

Sin hacer más preguntas me acerqué a la salida y cuando ya estaba afuera nomás se me ocurrió decir: ¡Ave María purísima!, y de inmediato aparecí en medio de una troje grande y un poco destruida... Ya no había salón, mujeres, ni música. Para colmo, el rumbo hacia mi casa se divisaba bastante lejos, no fue fácil el regreso.

Desde entonces, desde aquel baile en que calmé mi hambre con diablitos , padesco de un dolor de barriga que no se me quita nunca, ande con quien ande y vaya a donde vaya.


En el año de 1948.


Pablo era un muchacho al que le gustaban mucho los bailes y las fiestas. No se le pasaba ninguna oportunidad. Además, era muy volado. a todas las muchachas bonitas las hacía sus novias, y pues tenía novias por todos lados.

Llegó a tener gran cantidad de novias que en uno de tantos bailes se juntaron varias de ellas. Las muchachas se pusieron de acuerdo y decidieron hacer que Pablo pasara una vergüenza en frente de toda la gente. Cuando él se presentó, todas se le echaron encima: lo cachetearon y lo rasguñaron que daba gusto. Pero ni así se le quitó lo mancornero a Pablo. Siguió dándose gusto, como si nada, hasta que el 23 de marzo de 1948, como a las ocho de la noche, se encontró con su destino.

Esa noche fue a una fiesta, pero nadie quería bailar con él porque todas ya lo conocían. Anduvo recorriendo toda la planilla sin encontrar quién bailara con él. De pronto, en el rincón más oscuro y alejado del lugar, descubrió una muchacha que nunca había visto. Empleo sus mejores palabras para sacarla a bailar y ella aceptó.

Toda la noche estuvo bailando con ella. Era la muchacha más bonita que había conocido en toda su vida. Le preguntó su nombre, su edad y muchas cosas más. Ella a todo contestó. pablo pensó que la muchacha no podía tener mejor nombre. se llamaba Rosa y era tan hermosa como la más bella de las flores.

Cuando terminó el baile, Pablo se ofreció a acompañarla hasta su casa. Salieron del baile y, con el cambio de clima, la muchacha tembló. Muy galante, como todo un caballero, Pablo se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de la muchacha. Así se fueron platicando, hasta que llegaron a la puerta de la casa.

-¿Puedo volver a verte?- preguntó Pablo antes de retirarse.

-Todas las veces que quieras- contestó ella.

Al otro día, cuando despertó, Pablo buscó su chaqueta y no la halló. entonces recordó lo que había pasado la noche anerior. Pensó que ese era un buen pretexto para volver a ver a la muchacha y se fué corriendo a casa de ella. Tocó la puerta y le habrió un anciano.

-¿Qué se le ofrece, jóven?

-¿Aquí vive Rosa?

El viejo se asombró mucho, y luego de un silencio dijo:

-Aquí vivía.

-¿Vivía? ¡pero si la acompañé anoche hasta aquí!

-Eso no puede ser, jóven.

-¿Por qué?

-Porque Rosa murío hace un año.

Pablo no podía creer aquello. insistió tanto en ver a Rosa, que el viejo lo llevó hasta el panteón. Cuando llegaron a la tumba de la muchacha, vieron que la chaqueta de Pablo cobijaba la lápida.


Una Historia para el Día de Muertos


Parte 3

No pasó mucho tiempo en que la gente del pueblo se diera cuenta de lo sucedido, y curiosos, solían pasar por el callejón, percatándose que paciente, esperaba Ignacia con la ventana entreabierta, a que de vuelta se apareciera el joven que alguna vez le enamoró.

Así, transcurrieron noches y noches, e Ignacia no lograba dormir, muchos dijeron, pareció la joven perder la razón, y ya no hubo fuerza humana -ni su propia madre- que lograra despegarla de la ventana, en la que permanecía toda la noche murmurando, rezando, rogando que tal o cual sombra, fuera de su amado que venía de nuevo a visitarla.

Por ello, la dama de negro, un buen día llegó a su lado y peinándole el cabello, le comunicó que gracias a su esfuerzo, venía de Praga un joven noble para casarse con ella; que debía recuperar los bríos para retomar la vida que había trazado para ella. Ignacia, permaneció en silencio y se limitó sólo a llorar. Su madre, desesperada, le confesó que había enviado al joven al frente, y que hacía algunas semanas había muerto en batalla militar.

Increíblemente, la dama de negro logró su cometido. Ignacia se levantó del lugar, le sonrió a su madre y besó su mano; con un beso que la hizo estremecer, pues fríos sintió sus labios. Nunca imaginó que la vida de ambas cambiaría a partir de esa escena.

Una semana trascurrió desde que recibió la dura noticia, y el día viernes, la dama de negro se levantó de la mesa y se fue a dormir la siesta, sin saber que nunca más despertaría, pues tras cortas convulsiones, murió asfixiada con espasmos musculares y vómito y espuma, y silenciosos gemidos de dolor que nunca lograron salir en gritos. Esa misma noche, con el cadáver de la madre a su lado, Ignacia se sentó de nuevo en la ventana.

Dicen los que saben de esta historia, que Ignacia nunca más se despegó de esa ventana de colonial fachada, ni siquiera para los servicios fúnebres de su madre, que terminó en fosa común pues no quiso la heredera pagarle entierro. Y es por ello común atender que de los transeutes que pasaban por ahí todas las noches, la escuchaban platicar a solas, como si conversara con un fantasma, y sobresalían las palabras dulces, amables, preciadas, como aquellas que una mujer sólo reserva para un amante y “amable caballero”.

Es pues por eso imprescindible contar también, que después de varios años, encontraron los vecinos un olor desagradable proveniente de la casa de Don Miguel de la Casa, que era habitada ya únicamente por la loca Ignacia, ya vieja. Llegaron las autoridades y entraron a la habitación, encontrando a Ignacia muerta, con los ojos blancos, la faz arrugada y pálida, casi calva, vestida de negro igual que su madre, y abrazando una fotografía que todos supusieron había sido de aquel caballero que alguna vez la cortejó.

Y sirva este cuento entonces de advertencia, que a partir de ese día, en la noche de muertos de noviembre, es necesario en Morelia guardarse en casa para de pronto, evitar encontrarse caminando solos en la zona del antiguo centro, quizás saliendo de un café o una cena, dónde sin darse cuenta, llegará el momento en que únicamente podrán escuchar la vaciedad de la noche y el retumbar de las propias suelas, con el aire frío entrando por la nariz y el sudor saliendo por la frente. Recuérdenlo muy bien, pues corren el riesgo de encontrarse de pronto en un callejón, frente a una ventana cuyas bisagras rechinen hasta quedar entreabierta. Forzosamente voltearán hacia ella, con el corazón retumbando, con el alma asustada y el cuerpo estremecido, y lograrán afinar los sentidos apenas lo suficiente para casi imperceptiblemente escuchar algunos murmullos del otro lado. Y ya habrá sido demasiado tarde. Detrás del vidrio, sucio y las cortinas roídas, habrán de encontrarse con la siniestra silueta encorvada y penante, de una vieja con faz desquiciada, desecha, y ya no podrán dar marcha atrás por más que quieran correr hacia el otro lado. Sus piernas no se los permitirán. A esa mujer, no le podrán nunca mirar los ojos pues estará vestida de negro y cubierta con un velo, apenas asomará la piel pálida y arrugada de la cara, y así sucederá año tras año, década tras década, hasta que encuentre a otro ser a quien confunda con su enamorado, matándolo al instante de un infarto para poder llevárselo a descansar con ella, en la paz eterna del infierno. Sirva entonces este cuento, de advertencia…

Escrito por J. S. Zollike.
Tomado de www.realidadnovelada.com


Una historia para el Día de Muertos

Parte 2

No se conoce mucho de la infancia de la hija de Don Miguel, salvo que le llamaban “la niña Ignacia” y que su belleza se acrecentó al pasar de los años, pues las características físicas se remarcaron acompañadas de un cuerpo que se fue tornando escultural: una cintura por demás pequeña, una espalda arqueada, las piernas largas y el busto firme y redondeado…

Se dice que nunca fue a la escuela sino que tomó clases particulares en su casa; siempre bajo la supervisión constante de su extraña y arisca madre, y bajo la tutela personal de únicamente mujeres, pues aparentemente la dama de negro no quería correr ningún tipo de riesgo, ni social ni económicamente hablando. No iba a permitir que un hijo de N-A-D-I-E cortejara a su hija… No iba a dejar que nadie se entrometiera en los planes que tenía para ambas. Ella y sólo ella, decidiría con quien la casaría para incrementar el feudo familiar.

Es de imaginar la soledad en la que se desarrolló “la niña Ignacia”, que en la edad de la rebeldía, ideó la forma de hacerse de amigos más allá de los libros que podía leer y la servidumbre con la que podía conversar, por lo que encontró que su madre le permitía a media tarde, entrar en la biblioteca de su padre con la excusa de dedicar tiempo a la lectura de los clásicos.

Día a día, con la paciencia beata, Ignacia fue asomándose a la ventana, viendo tímidamente en un principio, las sombras y figuras que se alcanzaban a mirar detrás de la tela blanca de las cortinas. De esa forma imaginaba; un perro, un hombre cargando madera para fogón, un vendedor de globos, un cura cargando su Biblia, aquel otro podría ser el médico con su familia, o una mujer galante y borrachos orinando su temor.

Como era de esperarse, llegó el tiempo en que la imaginación no fue suficiente, pues la bella adolescente pronto se enamoró de un joven al que conoció de esa forma… Entre las sesiones escolares, las clases de piano, las lecturas de la Biblia y los larguísimos rezos del rosario, Ignacia soñaba con que llegara la hora de acercarse a esa ventana, abrirla despacito, a penas un poco, y escuchar las bisagras rechinar y asomar parte de la cara para poder escuchar el galante saludo de aquel extraño, “Buenas tardes, princesa”, y ella responder con un susurro “las tenga usted, caballero”.

Cabe decir que estos encuentros furtivos se realizaban cada vez con mayor frecuencia, principalmente a media noche para no ser descubiertos por la madre de esta, por lo que por un buen tiempo, tuvo Ignacia la costumbre de bajar a media noche, a hurtadillas, para encontrarse con aquél muchacho, y abrir un chiflón de la ventana, para platicar a susurros y voces bajas, acerca de todo lo que les pasara por la mente: libros, paisajes y pasajes románticos, música y enamoramientos eran de charla cotidiana.

Al menos, hasta que llegó la fatídica fecha del décimo aniversario de la muerte de su padre, en que su madre, la húngara de negro, bajó las escaleras sin cenar y como durante los últimos diez años, se dispuso a salir en el carruaje a media noche. Nunca nadie supo a dónde iba, quizás al cementerio a purgar sus penas, quizás, se llegó a decir, a buscar algún beodo que le vendiera un rato de sexo pasajero. ¡Ignacia, te vas a ir al infierno!, sentenció mientras la bella muchacha sentía del pecho saltar el corazón, y acto seguido azotó la ventana y corrió escaleras arriba a esconderse bajo su cama. Aquella noche no durmió. “Y usted, joven, si valora a su familia, nunca más volverá a pasar por esta cuadra“.

Al verlo vestido con uniforme del colegio militar, la dama de negro escribió una carta a la luz de una vela. Y en penumbras, selló con cera y envió a un conocido militar de la región, acompañada la misiva de un pequeño saco de monedas de oro. “Le ruego General, que envíe al muchacho al frente, pues es sueño de él y de su humilde familia, defienda a la patria contra la rebelión de Escobar”.

Mirando el bajo-cama, esa noche Ignacia lloró desconsolada. No podía creer que había sido descubierta, y conociendo a su madre, imploró al cielo por una ayuda, una compasión que nunca llegó.

Una historia para el Día de Muertos

Parte 1

Poco después de apagados los últimos incendios revolucionarios de la región, regresó a Morelia procedente de Europa, el joven Miguel de la Casa, huérfano de madre, hijo único y heredero de la enorme riqueza de su padre, el hacendado Don Agustín de la Casa Solariega e Izasarra, quien le escribió poco antes de morir, suplicándole volviera para hacerse cargo de su natural peculio.

El regreso a tierras Michoacanas de Don Miguel, sorprendió a pobladores y conocidos, pues arribó en ferrocarril proveniente de Veracruz, con una mujer y una niña que resultaron ser su esposa e hija. La mujer, alta y de pocas carnes y mayor que él, tenía el carácter endiablado y el entrecejo profundamente marcado. Decía era apenas un reflejo de la belleza húngara que alguno vez tuvo, cuando fue cantante de ópera en Viena y tuvo la cuita de conocer al joven Don Miguel, antes de que el embarazo y los constates dolores de cabeza del matrimonio, la dejaran agobiada y siempre preocupada del porvenir.

Nadie le hubiera creído de épocas más rozagantes de no ser por la pequeña, quizás rozando los doce años, que era el ejemplo de belleza divina; nada común en la región y por ello la atención de sobremanera: de piel blanca como las nubes, los ojos azules y brillantes como el agua, nariz delgada y recta, sonrisa limpia y dulce y el cabello largo y rubio; era el ideal de princesa Baviera llegada a un México malinchista e idealista.

Sin embargo, al pasar acaso de un par de años, sucedió algo que sucumbió a la sociedad de alcurnia moreliana; los titulares corrieron la noticia como rápido se podían mover los medios en ese tiempo: Asesinato de Don Miguel de la Casa.

Al parecer, fue hallado su cuerpo semidesnudo detrás de Catedral con un extraño rictus de horror en el rostro, al grado en que no hubo médico que se atreviera a realizarle la necropsia de ley. Máxime, cuando corrieron los rumores de que el crimen había sido realizado por órdenes de su propia esposa, quien se había mostrado siempre por demás avara y preocupada por cuidar hasta el último centavo que Don Miguel no parecía poder mantener entre las manos.

Cabe mencionar que las sospechas incrementaron porque la mujer fue vista vestida de negro, desde hacía un día antes de que fuera encontrado el cuerpo, pues se suponía había estado el hacendado extraviado de fiesta por varios días. Por ello, entre bisbiseos y murmullos, siempre quedó la duda del homicidio, y la mujer nunca fue siquiera interrogada, pues los oficiales de policía temían de aquella extranjera que ni el 4° Arzobispo de Michoacán-Morelia y tierras Santas, Don Leopoldo Ruiz y Flores, quiso confesar jamás.

Pasaron pues los años, y la mujer nunca dejó de vestirse de negro, pero sí recuperó e incrementó buena parte de la fortuna, aunque ni ella ni su hija eran vistas de día con regularidad.